Es difícil, casi imposible, encontrar las palabras para escribir sobre lo sucedido. La impotencia personal se mezcla con el horror de intentar darle una visión objetiva a una tragedia que, en el fondo, no tiene justificación ni consuelo. Pero callar sería peor, porque el silencio ha sido siempre el mejor aliado de la indolencia que perpetúa estos ciclos de violencia y abandono.
Hace pocos días, un niño de 10 años de la Escuela Cervantes Básica, en Santiago, sufrió un grave accidente en el patio escolar que terminó con su empalamiento contra un fierro.
Según su madre, Macarena Undurraga, lo ocurrido no fue un hecho aislado, sino el resultado de un constante bullying que su hijo padecía debido a su condición TEA y a usar lentes. Este trágico suceso (Aún en proceso de investigación) no solo conmociona por su brutalidad, sino también por la desgarradora normalidad con la que enfrentamos estas noticias.
En un país donde las tragedias escolares parecen multiplicarse sin consecuencias reales, el caso rápidamente se diluyó en redes sociales entre la indignación momentánea y el morbo. Mientras tanto, las autoridades replican su respuesta habitual: protocolos que llenan titulares, pero que no salvan vidas.
En este contexto, surgen preguntas incómodas que parecen quedar sin respuesta. ¿Cuántos “nunca más” necesitamos antes de tomar medidas reales? ¿Cuánto más debe sufrir nuestra infancia para que el Estado asuma su responsabilidad en esta crisis? La violencia escolar es un síntoma de un problema más profundo: la indiferencia estructural hacia la salud mental, una necesidad urgente que seguimos tratando como un lujo.
El caso del niño de Santiago adquiere una dimensión aún más desgarradora cuando el abogado de la familia reveló que, tras los constantes episodios de bullying, el menor le confesó a su madre que “se quiere ir al cielo”. Esta declaración no solo refleja el nivel de sufrimiento al que fue sometido, sino que también pone en evidencia el fracaso del sistema escolar y del Estado en protegerlo.
¿Qué tan roto tiene que estar un niño de 10 años para expresar semejante deseo? ¿Qué tan ausentes han estado las instituciones que debían brindarle apoyo y contención? Este caso no es solo un ejemplo de violencia escolar; es una denuncia colectiva contra una sociedad que ha normalizado el sufrimiento infantil. La inacción ya no es negligencia; es complicidad.
El Ministerio de Educación, en su campaña más reciente sobre convivencia escolar, sigue enfocándose en protocolos y sanciones (Mineduc).
Si bien estas herramientas pueden ser útiles, no abordan el corazón del problema: la ausencia de medidas preventivas que frenen la violencia antes de que ocurra. ¿De qué sirven los protocolos si llegan demasiado tarde?
Un estudio realizado en un centro de psiquiatría en el Reino Unido demuestra que nadie nace malo. Es el entorno, las experiencias y el abandono emocional los que moldean las conductas agresivas. En Chile, seguimos fallando en intervenir temprano y en educar a nuestros niños desde el desarrollo socioemocional. Preferimos sancionar cuando el daño ya está hecho, en lugar de crear ambientes seguros que prevengan estas tragedias.
Los datos son claros y escalofriantes. Según Unicef, un 75% de los estudiantes en Chile ha sido testigo de acoso escolar, y un 22% lo vive directamente. Estas cifras se convierten en historias de dolor y trauma que el sistema educativo parece ignorar.
En un país donde la salud mental es privilegio de pocos, la falta de acceso a apoyo psicosocial y emocional en las escuelas perpetúa un ciclo de sufrimiento que se extiende hasta la adultez.
Además, el gasto público en salud mental en Chile es uno de los más bajos de la región, representando solo el 2% del presupuesto total en salud. Esto se traduce en una realidad donde los estudiantes vulnerables no solo están desprotegidos, sino que también se enfrentan a un sistema incapaz de ofrecerles las herramientas necesarias para lidiar con sus emociones y conflictos.
El bullying no ocurre en el vacío. Es el resultado de un sistema que prefiere sancionar antes que prevenir, de colegios que callan para proteger su reputación, y de familias que muchas veces no saben qué hacer o no quieren ver. Pero el principal responsable sigue siendo el Estado, cuya inacción sistemática perpetúa esta crisis.
Hemos llegado al punto de la indiferencia como norma. Las autoridades anuncian medidas que suenan bien en las conferencias de prensa, pero que no pisan las aulas ni tocan las vidas de quienes más lo necesitan. El resultado es un país que ha naturalizado el sufrimiento de su infancia, justificándose como una “fase” o como “cosas de niños”.
Para abordar la crisis del bullying y la salud mental en nuestras escuelas, es urgente un cambio profundo en cómo concebimos la educación y el bienestar estudiantil. Es imperativo que la salud mental deje de ser un tema accesorio y se convierta en una prioridad integrada desde los primeros años escolares.
Esto requiere que el desarrollo socioemocional sea parte esencial del currículum, no como talleres esporádicos, sino como una enseñanza continua que fomente habilidades como la empatía, el manejo de conflictos y la autorregulación emocional.
Además, las escuelas deben transformarse en espacios seguros y acogedores, donde los estudiantes puedan encontrar contención emocional.
La implementación de áreas específicas de apoyo, como rincones de calma, permitiría que los niños gestionen sus emociones en momentos críticos, ofreciendo no solo un lugar de refugio, sino también herramientas prácticas para su autorregulación. Esto debe complementarse con una formación sólida y permanente para los docentes, quienes son la primera línea en la detección y manejo de conflictos escolares.
No podemos seguir relegando esta capacitación a talleres generales; se necesita una formación que profundice en el bienestar emocional y en la prevención efectiva.
Por último, pero no menos importante, garantizar el acceso universal a psicólogos y trabajadores sociales en las escuelas es esencial. Sin recursos humanos adecuados, cualquier política quedará en buenas intenciones. Esto exige un compromiso estatal con un financiamiento robusto y sostenido, dejando atrás la dependencia de recursos limitados o iniciativas externas. Invertir en salud mental escolar no es un gasto, es la base para construir una sociedad más sana y empática, donde las tragedias como la del niño de Santiago dejen de ser parte de nuestra realidad cotidiana.
El caso del niño de Santiago no debería ser otro más en la larga lista de tragedias que lamentamos como sociedad. Si queremos romper este ciclo de indolencia, necesitamos un cambio estructural, no campañas mediáticas. Como país, debemos aceptar que la salud mental no es un lujo, sino una necesidad urgente.
El momento de actuar no es mañana, ni en la próxima tragedia. Es ahora. Si seguimos ignorando esta realidad, no solo estaremos fallando a nuestra infancia; estaremos condenando a las futuras generaciones a vivir en un sistema que prioriza la burocracia por sobre la humanidad. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a cambiar o seguiremos siendo cómplices del silencio?
Por Rodrigo Torres Co-Founder at MÜUD | Bachelor’s Degree in Education with a specialization in History and Social Sciences